Dilatar el tiempo

Había días que al salir de la escuela íbamos allí con la excusa de comprar algún lápiz, una libreta o incluso un mapa político para rellenarlo con los nombres de las capitales, montañas, ríos, mares... Eso justificaba la visita a las dos hermanas que, tras el mostrador, daban lo mejor de sí mismas a cada cliente. Siempre con una sonrisa plácida y amable, nos atendían con una delicadeza nunca vista. Cuando queríamos comprar una libreta, con toda la parsimonia del mundo, iban a buscar un taburete bajito para alcanzar más fácilmente el estante superior. Cogían una libreta de cada modelo y de cada color. Lo primero era escogerla con o sin espirales. Luego venía el tema de las hojas, que podían ser cuadriculadas, con líneas o blancas. Una vez decididos estos puntos, tocaba escoger su grosor, que dependía del uso que quisíeramos darle. Y por último, el color. Para cada una de estas elecciones, las hermanas tenían algún consejo o recomendación, "es un poco incómodo escribir en una libreta de espirales, porque cuando llegas al extremo de la página, la esquina de la mano roza con éste"; "si vas a utilizarla para geografía, yo la elegiría azul, como el color de los océanos y los ríos"... 

Una vez seleccionados los productos, venía la mejor parte de la transacción: todo lo envolvían con papeles de períodico viejos. Colocaban, por ejemplo, la libreta, encima del diario. Luego se lamían sutilmente el índice para coger la primera hoja y cubrir el producto con ella. El silencio que regía en aquella minúscula papelería se interrumpía por el crec-crec del periódico doblándose suavemente.

Tras el embalaje, tocaba su parte favorita: cobrar. En pedazos de hojas usadas escribían la cantidad y lo sumaban susurrando los números entre los dientes -era una cancioncita que calmaba mi ansia infantil... creo que podría haberme quedado allí, escuchando cómo esas mujercitas sumaban bajito, tardes enteras. "Moltes gràcies, fins aviat!", decían con afecto mientras abríamos la puerta gruñona y pisábamos de nuevo el frenesí de la realidad.

¿Qué era lo que tanto me atraía de aquellas señoras? 

Años después lo he reencontrado en otros rostros. Cuando conocí a Oma lo volví a sentir: la lentitud y pulcritud de sus actos me trasladaba a un mundo de paz. Cuando me enseñaba los abanicos que pintaba con tanta gracia, los cogía uno por uno con delicadeza, me los acercaba, con el dedo señalaba lo que quería que observara. También cuando cocinaba, pausada y ordenadamente, sin perder los nervios, avanzaba poco a poco en la elaboración de platos sencillos y deliciosos. Incluso cuando contaba algo salía magia de sus labios. Tenía el don de saber escuchar.

Reconocí en ella lo que había intuído tiempo atrás en las dos hermanas de la papelería. No tenían prisa, se centraban en aquello que estaban haciendo. Su ilusión era hacerlo lo mejor posible, y parecía que aquello les llenaba de alegría. Pero no era una alegría escandalosa, sino tímida y subterránea -la de vedad. Eran almas delicadas, y precisamente esa delicadeza es lo que tanto admiro de ellas. Es escoger el aquí y ahora. Es preferir la lentitud a la fugacidad de la prisa. Es aprender a jugar con el tiempo y lograr detenerlo por unos instantes. Es sabiduría.