Una vez un hombre miraba por la ventana desde una primera planta,
en su piso del gótico. Una mujer que paseaba a su perrito por esa calle, captó
el momento exacto en el que él se asomó y casi rozó su nariz contra el cristal.
La señora tuvo que desviar rápidamente la mirada del rostro misterioso de aquel
individuo, pues la repentina tensión de la correa indicaba que la mascota se
había parado a defecar. La vieja se metió la mano en el bolsillo del abrigo que
envolvía su cuerpo escuálido, hasta encontrar una bolsa de plástico arrugada.
Se agachó lentamente y con tremendo pánico a caerse. Alargó su brazo débil
hacia el insólito objeto marrón que ahora descansaba sobre la acera y que un
par de moscas estaban empezando a saborear. Por despiste, una mosca se coló en
la bolsa del tesoro y fue precipitada, junto con su exquisito manjar, a la
basura más cercana. ¡Qué triste debió de quedarse su compañera de aventuras!
Por suerte, se dice que estos bichos tan encantadores no viven más de tres días,
así que la sensación de soledad sería breve, aunque tal vez intensa.
Unos minutos más tarde, los pies descalzos de una chica vagabunda
pisaron el punto exacto del suceso, todavía ensombrecido con un tono marrón.
Sin percatarse de ello, la muchacha siguió avanzando sin rumbo. Nadie sabía qué
buscaba ni hacia dónde iba -ni ella misma. ¿Acaso
alguno lo sabe? De vez en
cuando se sentaba en algún bordillo de la calle y abría la palma de la mano
esperando ver bailar alguna moneda sobre ella. Si sonaba la flauta, entraba en
un supermercado y se compraba un cartón de leche. A veces pensaba que el vino
sería una adquisición más acertada, pero cuando el líquido blanco iniciaba el
descenso por su tráquea, el motor de los recuerdos empezaba a funcionar y
entonces viajaba a su infancia, en un pueblo minúsculo de Rumanía. Su abuela
cuidó de ella hasta morir. Vivían en una granja humilde con unas pocas vacas,
algunas gallinas, y algún que otro cerdo.
El gruñir de una rueda metálica atropellando sus pies
desprotegidos la devolvió con brusquedad a su realidad. Blasfemó en rumano al
causante del accidente: un negro que empujaba un carro de compra lleno de
trastos de metal. Él pensó en disculparse, pero cambió de idea al descrifrar gran cantidad de ira en los ojos de la chica. Siguió su recorrido, hasta pararse en el siguiente
contenedor de basura. Con el pie izquierdo hizo palanca y la tapa se abrió. Se
dio impulso con los brazos y se lanzó de cabeza en las profundidades de los
desperdicios. Tras un rato analizando el contenido, sacó del interior unas
cuantas barras de acero y una pantalla de ordenador que alguien decidió que
estaba desfasada. Con el carro un poco más lleno que dos calles atrás, procedió
a continuar con su particular ruta barcelonesa.
Ese mismo día, ya de noche, el hombre que miraba por la ventana
volvió a asomarse a ella, antes de irse a la cama, para observar la perfecta
redondez de la luna llena. La misma que iluminó, a medianoche, los ojos del
perrito de la vieja, que la miraba asombrado desde el balcón. La luna que
alumbró los cartones que hicieron de manta aquella velada a la chica rumana, en
el suelo de una callejuela cualquiera. La misma que, con su luz, dejó al descubierto una
pequeña sonrisa en la cara del chatarrero, al imaginar, éste, que sus hijos y su mujer estarían también mirando la luna y a lo mejor se acordarían de él.
Tal vez no seamos tan distintos... Quizás todas las historias son
tan sólo una.
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