divendres, 29 de maig del 2015

Piel

Bajó las escaleras muy despacio, pasito a pasito, agarrándose a la barandilla. Era una mujer mayor pero conservaba una figura estilizada, que se intuía bajo unas prendas de lino de tonos crudos. Siempre le había gustado vestir así, con colores discretos, incluso de joven, tal vez por pudor a llamar demasiado la atención de los hombres. Aunque ella parecía ignorarlo, su presencia había dejado sin habla a más de uno y de dos, algunos años atrás, por la delicada belleza de su rostro. De su madre había heredado dos grandes faros verdes que parecían preparados para iluminar en la oscuridad. Su cara, ahora decorada con mil y una arrugas, fue alguna vez fina y tersa. Solía lucir su larga melena castaña, con rizos naturales, que ahora se había reducido a cuatro pelos blancos mal contados, sin fuerza ni para ondularse. Había luz, todavía, en sus ojos, aunque ya no era la misma mirada ingenua e ilusionada. Podía hallarse en ellos, sin embargo, gran dosis de picardía y un mar de paz.
Justo cuando estaba a tres escalones del andén, el metro llegó. Aceleró un poco el ritmo para alcanzarlo y así logró entrar pocos segundos antes de que se cerraran las puertas. Enseguida se sentó en un asiento libre justo al lado de una de las puertas del vagón. Solamente dos de los cuatro asientos de su fila estaban ocupados. Entre ella, que se sentó en un extremo, y el otro ocupante, había un asiento de separación.
Alzó la vista para contar cuántas estaciones le faltaban para llegar a la suya. Instantes después el metro llegó a la siguiente parada y hubo movimiento de gentes. Algunos individuos abandonaron el vagón y otros se unieron al viaje. Justo a su lado se sentó una mujer de mediana edad que, al moverse para encontrar la postura idónea en el asiento, rozó sus brazos con los de ella - era verano y ambas llevaban camisetas sin mangas. Sintió un escalofrío. Se acordó terriblemente de la piel suave de los brazos de su madre, fallecida años atrás. No había vuelto a pensar en el tacto de los brazos de su madre hasta ese instante. Se le escapó una lágrima, que intentó, en balde, contener. ¿Cómo había podido olvidar la textura de aquella piel? Desde pequeña, había preferido envolver sus manos entre los brazos de su madre a cualquier otra propuesta de abrazo o carantoña. Sin saberlo, eso significaba algo de lo que sólo ahora, tantos años después, se estaba dando cuenta. El aroma, la suavidad, el tacto de esos brazos eran el resumen, en el mundo de las cosas, de lo que su madre simbolizaba para ella en el mundo abstracto de sus sentimientos. Eran el calor, el sentido, la dulzura, la protección que le ofrecía la vida. Todo aquello que, sin su madre, nunca volvió a encontrar en otras pieles, voces o miradas. Todo con lo que tuvo que aprender a vivir sin, con su muerte. Pero olvidó que no es necesario borrarlo, sino que con el recuerdo se puede seguir evocando una sensación que se desvaneció en la línea incierta del tiempo.
Mientras seguía allí sentada pensó que nadie iba a extrañar la suavidad de su piel, cuando ella dejara de existir. Y que, cuando esto sucediera, tampoco nadie recordaría nunca más el tacto de los brazos de su madre. Y eso, eso sí que le dio lástima.

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