dimarts, 2 de juny del 2015

Fotografías, un viernes por la tarde

Estaba en mi habitación y me percaté de que el calor agobiante del mediodía se había desvanecido para dar pie a la brisa fresca de los atardeceres veraniegos. Hacía días que pensaba en salir a dar un paseo y fotografiar escenas cotidianas que captaran mi atención, aunque fuera tan sólo durante unas milésimas de instante. Me da pena cuando pienso que mi mente quemará fragmentos recogidos de la nada, la mayoría de veces segundos de verdad que se filtran a través de los ojos, pero también palabras escogidas y ordenadas de tal manera que casi logran transcribir el lenguaje misterioso de los pensamientos y emociones que vuelan por el territorio abstracto del alma humana.
Aquella tarde no tenía ninguna cámara fotográfica al alcance, así que decidí tratar de recordar los momentos que, bajo mi humilde punto de vista, eran merecedores de ser inmortalizados en un rectángulo de papel y convencerse, así, de quedar exentos de caer al precipicio del olvido -aunque se trate solamente de un sueño.
Me vestí, cogí el metro y bajé en Jaume I. ¡Qué manía con esta estación! Es que me gustan las historias que se esconden entre las calles laberínticas del casco antiguo de Barcelona. No sabes qué te encontrarás al girar la siguiente esquina, a parte de turistas.
Y sin darme cuenta, ya estaba perdida por callejuelas de las que sigo desconociendo el nombre, a pesar de haberlas pateado cientos de veces. -Qué más da el nombre que se le diera algún día. Una cosa era y es y seguirá siendo lo mismo aunque se le denomine de mil distintas maneras ¿o no?. No quería desviarme del tema. Pues eso, caminaba yo entre aquellos edificios de piedra, con balcones repletos de ropa tendida y algún perro aburrido que asomaba su triste rostro por alguno de ellos. Justo al final de una de estas calles había un hombre de pie que aspiraba un puro con todas sus fuerzas. Pasé por su lado y me tragué, sin querer, el desagradable aroma de aquella especie de cigarro gigantesco. Aunque no alcancé a verlo por más de dos segundos, qué bonita fotografía saqué de él: justo en el momento de aspirar el humo, con las mejillas hundidas que delataban las arrugas sobrepuestas y la infinidad de pliegues, que parecían casi artísticos. Dos puntos negros opacos ejercían de ojos en ese rostro curtido de años y sabiduría callejera. Igual era un cateto pero, en esa fotografía que tomé, os prometo que en ese individuo se consensaban todos los saberes habidos y por haber. Su mirada decía algo así como: "sin prisa..., ¿para qué?".
Seguía recorriendo el barrio cuando me crucé con una mujer corpulenta de piel negra que cargaba un cubo de plástico -probablemente fabricado en China- encima de su cabeza. Su andar era tan natural que incluso podría considerarse un tipo de danza lenta. Ahora se paraba, ahora movía la cabeza para un lado, alzaba un brazo, etc. Y todos estos movimientos los hacía como si el cubo fuera una extensión más de su cuerpo y (aunque éste fuera de plástico y estuviera lleno de imanes de Barcelona y demás souvenirs, cosa que podría haber disminuido el componente exótico de la escena) cuando uno observaba a esa mujer, se trasladaba automáticamente a un poblado del África profunda. Me la imaginé cargando agua para cocinar, tal vez arroz con pescado.
Luego me senté en un banco bajo un platanero, en una plazuela cerca de la calle Princesa. Justo enfrente, a unos metros de distancia, había otro banco con un hombre y una mujer sentados en él. Rondaban los ochenta y tantos, pero se conservaban bastante bien. Tenían las manos colocadas sobre la madera del banco, y sus dedos no llegaban a tocarse, pero se sabían cerca los unos de los otros. Tal vez hacía años que sucedía lo mismo entre ellos. No hablaban, hacían algo más difícil: compartían el silencio. No sonreían, pero sus caras presentaban miradas serenas. A estas alturas ya habían decidido no perder el tiempo, pensé, y por eso dilataban los momentos de paz que les procuraba la calma de unas vidas ya recorridas pero todavía inacabadas.
Al regresar a casa me sentía como si hubiera ido al cine esa tarde. La cantidad de relatos fugaces que había presenciado superaban la ficción de cualquier película. Y es que no hay nada mejor que mirar con los ojos abiertos.

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